Todo resulta más sencillo cuando no piensas en qué estás haciendo. Levantas la vista de la hoja en blanco y ves un café ya frio tras permanecer 15 minutos en reposo. Por un momento, un instante miserable, te sientes tentado a escribir sobre la energía cinética de las partículas en los cuerpos calientes, pero entonces, salvador, brilla en tu retina el reflejo de un arrugado envoltorio de Twix encajado en un rebosante (de colillas) cenicero. Vuelta a la realidad de lo banal, bien por tí.
Te distraes, miras arriba, a izquierda y a derecha. Contemplas las juntas de los ladrillos en la pared sin nada en la cabeza y, mecánicamente, recoges el bolígrafo que habías dejado sobre la mesa con la sana intención de continuar escribiendo.
Al cabo de diez minutos de pasear la mirada hueca por la cafetería y desdibujar el comienzo de un boceto escrito, te haces a la idea de que el poco café que resta está definitivamente intragable de frio y de que en la oficina deben estar echándote de menos... ¿o no?
Da igual. Prolongas tu descanso con el bolígrafo rellenando línea tras línea sin decir nada, sin pretender decir nada... Cruel analogía de un típico día en tu vida.
Es curioso como el cuaderno aparenta querer decirte algo cuando ni tu mismo eres consciente de lo que estás escribiendo a medida que lo haces, este absurdo desvarío que, en tu inocencia, consideras literatura. Literatura barata, pero literatura.
Es hora de levantarse y dirigir los pasos hacia la oficina, han pasado 30 minutos desde que te fuiste y no hay duda de que alguien estará contando el tiempo que ha transcurrido desde que decidiste irte de ese falso mundo de fábula que te permite pagar el café...
Nunca un café solo te había dicho tanto.